Estaba algo desorientado. Llevaba días buscando la frontera hacia China, pero como siempre no leí ni investigué lo suficiente, y olvidé que estaba a punto de entrar a uno de los países más grandes del mundo. Sentí miedo, no lo niego, pero en ese momento tenía que mandar ese temor al diablo y debía avivar mis sentidos.
Encontré un riguroso puesto de control. Dentro de una caseta me sacaron el ordenador, que no tenía batería, pero rebuscando entre mis cosas encontraron el cable para encenderlo. Revisaron todos mis documentos, fotos, programas e información. Parecía como si me tomaran por un espía. Mientras me registraban, trataba de entender el porqué de todo aquello. Después de analizar todo y rellenar un formulario me dejaron continuar. Al salir vi que todo estaba rodeado de banderas comunistas y soldados.
La carretera entre ambas fronteras estaba delimitada por una valla que cubría todo el perímetro. Al final se podía ver una enorme puerta que definía la entrada al territorio chino. Al otro lado se encontraba el umbral hacia un nuevo mundo, así que le pedí a uno de aquellos funcionarios de seguridad que me escribiese en un papel cómo llegar a la ciudad más cercana. Realicé los trámites aduaneros y salí del edificio. Un grupo de soldados se cuadró para escoltarme hasta la salida donde esperaba una furgoneta de transporte público.
TAKASHIKEN
Al cabo de un rato llegamos a Takashiken, ciudad fronteriza. Pagué el transporte con el dinero mongol que me había sobrado y el chofer aceptó sin problemas. Media hora después me subí a otro vehículo compartido. Yo no sabía a dónde iba, pero al menos avanzaba. Tras un par de horas de viaje, llegamos a una pequeña ciudad, cuyo nombre aún desconozco. Situada en medio de un inexpresivo desierto, tenía carreteras asfaltadas, edificios y casitas de colores, espacios verdes, glorietas con flores y fuentes. Había sido un cambio extraordinario.
Al momento localicé varios hoteles, pero nadie me atendía. Todo resultaba inverosímil. Me miraban asustados, como si yo fuera un extraterrestre, y siempre me mandaban al siguiente hotel haciendo gestos negativos con la cabeza. Pensé que todos los hoteles estaban llenos. Las personas me trataban con desconfianza y tenía la sensación de no ser bien recibido. Había puesto un pie en ese otro planeta que se llama China. Me preguntaba en dónde había caído, por qué todos se comportaban tan extraño. Cuando entraba en alguna tienda para comprar, se quedaban postrados detrás mío vigilándome. Nadie me entendía, hasta que una chica afable se me acercó hablándome en inglés y se ofreció a ayudarme; me explicó que aquella área era muy cerrada para los extranjeros. Fuimos a un hotel y ella me reservó una habitación entregando su documento de identidad. Le di las gracias y nos despedimos.
BOLETO A URUMCHI
Al día siguiente me dirigí a la estación de autobuses para preguntar en dónde estaba y hacia dónde podía ir, pero sucedió lo mismo: no había manera de poder comunicarme. Afuera de la estación, me encontré con una mujer alemana que trabajaba en proyectos de cooperación internacional y sabía hablar chino. Entonces entró conmigo y me compró un boleto a Urumchi, capital autónoma de la provincia Sinkiang. Sentí una alegría enorme porque sabía mi destino después de varios días.
Atravesé campos con vastas praderas en los que pacía el ganado. Podía ver fábricas en medio de la nada y muchos controles militares. Había garitas y retenes en medio de la carretera. Siempre me hacían bajar del autobús, me pedían el pasaporte, lo revisaban y se detenían a mirar la página de la visa de la Unión de Myanmar (Birmania), no sé si porque aquel país también era comunista o porque se confundían los números de la visa. No venían tan mal aquellos controles rutinarios porque utilizaba el tiempo para estirar un poco las piernas. Todo el día viajando por aquel desierto me daba tiempo para contar los paneles solares que había en los techos de las casas y las farolas que adornaban carreteras y aceras.
URUMCHI
Ya estaba oscureciendo cuando llegué a la ciudad de Urumchi. La arquitectura me pareció extraña, pues a pesar de su contextura moderna, los edificios parecían deshabitados. Yo me sentía extraño: era difícil asimilar tantos cambios en tan poco tiempo. Un día estaba en Mongolia, al día siguiente en un lugar desconocido, en medio de grandes extensiones áridas, y después en una ciudad de doce millones de habitantes, al extremo occidental de China.
En Urumchi había un terrible ajetreo. Las calles estaban llenas de mercados y el bullicio era constante. Encontré muchos hoteles económicos, pero tampoco en aquella ciudad hospedaban extranjeros. Eran muy antipáticos y me mandaban siempre a otro lugar. Caminaba sin esperanza por las oscuras calles cuando se me ocurrió entrar a un hotel cinco estrellas para pedir ayuda. Supuse que aquel personal hablaría algo de inglés y sería más amable conmigo, y así fue; el hotel no tenía problema en alojarme, pero yo no podía pagar el precio. Tuve que seguir buscando, pero calles abajo todo era igual, en los hoteles una sonrisa significaba desaprobación y rechazo. Había captado bien el mensaje, y cuando me daban la negativa con una sonrisa, les respondía de la misma manera con otra enorme sonrisa, pero de odio, hasta que finalmente encontré un hotel en el que me recibieron. Solo quería descansar y olvidar aquella horrenda jornada. Me tumbé en la cama agotado, al rato sonó el teléfono en mi habitación. No entendía ni una palabra. Se me ocurrió en aquel instante que quizás tendría problemas con la policía. Podía esperar cualquier cosa. Colgué el teléfono y continúe durmiendo, pero pasado un rato golpearon a la puerta de mi habitación. Me levanté algo asustado porque no eran horas para venir a molestarme. Abrí la puerta y apareció una señora vestida muy raro y con rulos en la cabeza. Le pregunté qué quería y enseguida me contestó en inglés: “¡Massage, massage!”. Giré mal humorado, cerré la puerta de un golpazo, me eché de nuevo en la cama y caí rendido al instante. A los cinco minutos sonó otra vez el maldito teléfono y volví a escuchar palabras en chino; colgué, per al rato me volvieron a tocar a la puerta. Me levanté con educación, pero muy cabreado. Al abrir apareció una jovencita hermosa de unos veinticinco años. Y me dijo la misma palabra en inglés: “¡Massage, massage!”. No lo podía creer. Cerré la puerta y me senté en la cama en estado catatónico.
UN PASO ADELANTE DOS ATRÁS
Temprano en la mañana debía poner manos a la obra y buscar otro alojamiento más barato. Entré en un ciber café para buscar información, pero tampoco podía porque siempre me pedían la cédula de identidad china. Daba un paso adelante y dos atrás. Era terrible, solo quería huir. No podía serenarme, pues todo se me ponía cuesta arriba y me resultaba verdaderamente difícil superar aquellos obstáculos. Pregunté en mi hotel por la estación de trenes, pero tampoco pudieron ayudarme. De nada me servía el inglés. La recepcionista me trasladó al frente a un hotel lujoso, en él todo el personal estaba para atenderme. Al preguntar por la estación de tren llamaron por teléfono y me apuntaron en un papel todos los horarios y salidas. Me sentí todo un hombre de negocios. Tenía como cinco personas alrededor mío con trajes de mozo, sombrero y guantes blancos. Pensaban que estaba hospedado ahí. Al final me informaron que el tren salía en tres días.
Con la dirección en la mano de la estación de tren, paré un taxi a la salida del hotel y le indiqué la ruta por seguir, pero con la cantidad que éste me quería cobrar bien podría haber llegado a la siguiente ciudad. Le cerré la puerta sonriendo muy despacio y me subí en otro taxi. Tenía que salir de aquella pesadilla como fuera. Cuando llegué a la terminal de tren todo estaba abarrotado de gente, en las calles, que se amontonaban sentados esperando su hora de partida. Me encontré con unas veinte ventanillas de servicio, con colas de cincuenta o cien personas cada una. Eran miles, sobre todo campesinos. Nunca había visto tanta gente en una estación. Ya me imaginaba lo difícil que resultaría intentar explicar mi destino en la ventanilla. Aquello se me convirtió en una odisea, pues no sabía el idioma. La empleada de la ventanilla no me entendía, pero insistí; retirarme de la cola equivaldría a hacer de nuevo otra fila de una hora. Yo no sabía hacia a dónde ir, simplemente le hice señas a la chica con la mano indicándole que me dirigía lejos. Ella entonces me entregó un boleto con un destino desconocido. Todo estaba en letras chinas, así que no sabía a dónde me dirigía ni cuánto tiempo de viaje tenía por delante. Solo quería avanzar, pero el boleto era para el día siguiente y tuve que buscar hospedaje de nuevo.
UN MERCADER PAKISTANÍ Y PIEDRAS PRECIOSAS
Alrededor de la estación pregunté en varios hoteles, pero sucedió la misma historia. Afortunadamente, cuando estaba a punto de regresar al hotel de los masajes, me recibieron en uno. A la entrada conocí a Navedd Gems, un mercader pakistaní, especializado en piedras preciosas. Era un joven atractivo, de piel no muy oscura, más bien de aspecto europeo. Hablaba con fluidez varios idiomas y vivía en Gilgit-Baltistán, región localizada al oeste del rio Indo, al norte de Pakistan. Navedd emprendía un productivo y arduo viaje desde su país, atravesando una de las áreas más altas y remotas del mundo, por una carretera que conecta China con Pakistán a través de las montañas del Karakorum. Se dedicaba al comercio internacional, negociando con clientes adinerados chinos que invertían en gemas de alta calidad.
Navedd me invito a cenar a un bar de comida pakistaní. Yo estaba asombrado por todo lo que me contaba. Al regresar al hotel le hablé de la llamada telefónica y la historia de los masajes. Sonrió. Luego subimos las escaleras hasta el primer piso. Tocó en la puerta de una habitación y nos abrieron unas chicas muy cordiales. Había cuatro mujeres y cuatro literas, en un cuarto muy reducido de espacio. Eran prostitutas que trabajaban en el hotel al servicio de los clientes. Me las presentó como sus amigas. Nos sentamos un rato a charlar con ellas en la habitación y después nos despedimos.