Yo estaba en la ciudad de Battanbang tumbado en mi habitación como una lagartija, o, al menos, eso era lo que intentaba, pues ni el ventilador era suficiente para mitigar el calor sofocante que hacía.
Decidí salir a comprar una botella de agua.
—¡Qué tal!, ¿adónde vas? —le pregunté a una mujer que como yo bajaba por el pasillo.
—Creo que iré a la excursión del tren de bambú. Según he escuchado es algo divertido, merece la pena. ¿Qué te parece?
—¡Vaya!, suena fenomenal, me gustaría ir. Perdón, mi nombre es Carlos —le dije sin evitar preguntarle si era española.
—Mucho gusto, mi nombre es Elena, de Barcelona —contestó con alegría.
Fue así como decidimos salir juntos por humedales y caminos de tierra, en una vía por la que hacía años ya no circulaba ningún tren, aunque los campesinos transportaban mercancías y cubrían las distancias entre sus aldeas en el lorry, como ellos lo llaman, que consiste en una tabla hecha con cañas de bambú, apoyada a tres ejes donde van encajadas seis ruedas de acero y propulsada sobre los raíles por un motor de lancha de río.
Elena y yo nos subimos al lorry y nos lanzamos al desafío, íbamos a trompicones, saltando a gran velocidad, entre los rieles que estaban separados; el lorry producía un gran estruendo y una sensación de descarrilamiento. Avanzamos kilómetros como si todo se tratara de un juego, y con el viento en contra, podíamos sentir una fuerte brisa en la cara. La velocidad aminoró, entonces nos detuvimos ante otro trenecito que iba lleno de mercancías y tenía preferencia, así que nos bajamos, desmontamos nuestro artilugio y cedimos el paso. Acto seguido lo montamos de nuevo y continuamos. Al cabo de un rato dejamos la carrilera y contratamos un motorista que nos llevó por las aldeas de vuelta a Battambang.