Atravesé un polvoriento camino que me llevó hasta el lago Tonlé Sap. Ahí me subí al techo de una lancha que sería la embarcación que me llevaría a Battambang. El barco iba atravesando aldeas y poblados flotantes, lo hacían cargados de sacos de alimentos y mercancía que los lugareños se acercaban a recoger en sus pequeños botes, con su sombrilla o paraguas en la mano. La vida de aquellas gentes transcurría sobre el agua.
A cada poco salía de su casa un niño a saludarnos, yo alcanzaba a ver corrales de cerdos, kioskos, colegios e iglesias. Era un retrato que aparecía ante mis ojos como una explosión vital. A mitad del recorrido, cuando más fuerte pegaba el sol en el techo y timbraba el motor en mis oídos, nos detuvimos en una aldea para comer. Todo transcurrió normal, salvo el uso de una letrina de madera, con un agujero hacia el río, que me causó impacto.
Más adelante, pasamos por manglares tan estrechos que tenía que agacharme para evitar darme en la cabeza con los árboles; de hecho, el barco se tuvo que detener varias veces para ir apartando las ramas que se enredaban en las hélices. Nos fuimos abriendo paso entre el bosque de mangle, y después de ocho horas de recorrido, paramos a la orilla de río, un par de kilómetros antes de la ciudad de Battambang.