Yo estaba hospedado muy cerca del palacio real, un complejo de edificios que mira al oriente. En mis paseos diarios por la avenida Preah Sisowath o ribera peatonal del río, solía detenerme cuando sonaba la música y se formaba un gran grupo de gente que practicaba gimnasia. Allí las familias paseaban, tranquilamente, por una ancha y agradable avenida, a mí gustaba mirar los altos postes que ondeaban la bandera de Camboya o los cuidados jardines con palmeras.
La ciudad también era caótica; de las aceras salían las motos que llenaban la carretera, los coches, camiones, triciclos y bicis se metían por cualquier espacio sin respetar los semáforos ni las señales, y los peatones cruzaban por el medio de todo ese gran desorden.
También vi muchos enfermos, recuerdo a un hombre sin piernas, a los buscavidas y a un chico y su perro, con un caldero en los dientes, que pedían limosna. En las aceras se acercaban los niños con la espalda encorvada y hablando inglés a los turistas, llevaban un canasto en la espalda lleno de guías fotocopiadas de Loney planet que vendían a muy bajo precio; pero que en realidad eran explotados por las mafias. Camboya es una nación castigada; pero yo paseaba rodeado de parques, restaurantes y bares.
Unas calles más atrás de la ribera peatonal, en el mercado de insectos comestibles, se podía degustar de todo, desde arañas fritas a tarántulas, gusanos de seda, escarabajos o grillos crujientes. Me gustó la ciudad, el tiempo que pasé en Phnom Penh, pero estaba impaciente por conocer Vietnam. Todo mi periplo por Asia estaba siendo un aprendizaje, era tan distinto a occidente, pues lo que yo pensaba, como europeo, no tenía mucho sentido allí, más bien era todo lo contrario. Mi mente se iba abriendo e iba aceptando los cambios.