Me fui de Maragogi con la bendición del padre y viajé en coche los cien kilómetros que la separan de Porto Galinhas, en el estado de Pernambuco con una pareja brasileña. Al llegar a mi hostal conocí a Felipe un estudiante de arquitectura que vivía en un suburbio al oeste de Río de Janeiro. Felipe me presentó a su amigo Juan al que llamó con ironía el fiscal de la naturaleza para quien la vida consistía en hacer una pequeña renta y pasar los días despreocupado. Alimentaba su espíritu paseándose arriba y abajo nadando por los arrecifes pescando recomendando posadas baratas o lugares para bailar. Lo más importante radicaba en que el fiscal no cobraba por aconsejar a la gente lo hacía por placer y aquel era su secreto.
Por las tardes hasta que el sol se escondía no había mejor cosa que hacer que beber un buen zumo tropical de asaí. Pasábamos las tardes en el bajo comercial en propiedad de Juan que tenía alquilado cercano a la playa. Sentados en una silla observábamos el ir y venir de la gente entre las palmeras que se acunaban con una suave brisa. El jugo servido con descuido salpicó la camisa negra sin mangas de Juan el fiscal que dejó ver todo su brazo tatuado hasta las manos donde resaltaban grandes anillos de plata. El calor hizo que se quitara la boina de cuadros y la colocara junto a la silla del lado. El me contaba que había tenido una vida muy loca pero que gracias a Dios todo aquello había quedado en el pasado. Un accidente en moto le dejó secuelas graves en los tobillos aunque a él el doctor le permitió jugar fútbol. Había reunido el dinero suficiente para comprar su local y el apartamento donde vivía. Le confesé que él para mí era un espejo en el que podría mirarme porque yo también había tenido una vida de mucha juerga y sufrido un accidente similar al suyo. Por aquella misma razón Juan entendió que yo ya podría ejercer la profesión de fiscal preservando la naturaleza en algún lugar del mundo.
Felipe tomo voz al asunto y me dijo: —Carliños ahora que tienes el título ¿dónde vas a ejercer de fiscal? —indagaba Felipe con alguna picardía. Había montones de playas en Brasil para escoger. Porto Galinhas con sus piscinas naturales era maravilloso. Sin embargo quería conocer más.
Disfruté de aquellas piscinas gigantes rodeado de arrecifes de corales y peces coloridos que junto con el color de las aguas y el sol hicieron de aquella mañana un día para no olvidar.