Otra vez tomamos rumbo hacia las aguas de la Amazonía con destino a Porto Velho cerca ya de la frontera con Perú. Serían cuatro días de navegación en donde reserve un cuarto privado. Viajamos encerrados entre cuatro paredes de madera humedecida en un camarote con apenas tres metros cuadrados dos literas independientes un sucio y roto colchón. Hacía un calor sofocante y el hecho de tener una pequeña intimidad no tenía sentido en aquel navío. Dormíamos en una prisión y me sentí angustiado por no ver el río ni poder descansar en mi hamaca viendo las copas de los árboles. Necesitaba salir a ver ese telón de fondo verde que nos envolvía. No resistí la tentación por lo cual saqué mi hamaca y la instalé en el último piso donde sonaba incesante una música estridente. Regresé a mi espacio exterior al aire libre donde siempre ocurría algo podía disfrutar de la brisa y ver las aves volar. Aquel era mi verdadero lugar. La mitad de la cubierta estaba ocupada por las hamacas y la otra mitad vacía. Allí en la cubierta fue donde colgué mi red y Vera no tardó en hacer lo mismo.
A pesar del monótono comienzo de esta nueva etapa me apasionaba viajar con ella. Vera estrechó amistad con un chico de Manaos llamado Christian que viajaba en busca de trabajo a Porto Velho con sus dos adorables hijas. Pasábamos el día charlando en la hamaca y jugando a las cartas con las niñas. La naturaleza volvía hacer presencia siempre ante nosotros estaba esa espesa pared de jungla. Cuando llegaba la noche Vera y yo buscábamos un rincón en la popa del barco para tener intimidad mirando las estrellas. Era apasionante estar allí cogidos de la mano embelesados en una esquinita del barco alejados de todo en un lugar tan inhóspito. No era lo mismo que estar solo pues al estar con ella todo se transformaba siendo más sencillo y natural percibir la belleza en cada cosa y contemplar la serenidad del cielo estrellado.