Si bien fue un corto trayecto lo más llamativo era salvar aquella estrecha distancia natural a través del largo curso del río Zambeze que hace de cruce de frontera entre cuatro países: Zambia, Botsuana, Zimbabue y Namibia. Ya en el lado botsuano caminé hacia el puesto de frontera que constaba de un pequeño edificio en donde no encontré a ninguna persona salvo los empleados que trabajaban en aduanas. En la calle estaban desinfectando las ruedas de un camión que pasaban por unos vasos de recipiente de líquido y tuve que pasar un control de enfermedad debido al riesgo de la fiebre porcina poniendo las suelas del calzado en una alfombrilla desinfectante. Luego me topé con que no había transporte alguno esperando para trasladar pasajeros ni gente. Al verme tirado allí solo y sin manera de poder continuar adelante le pedí al camionero que estaba rellenando los papeles de aduanas junto a mí que me llevara con él si era posible. Aceptó sin darle rodeos al asunto. Thabo era su nombre.
Era un territorio despoblado, una sábana arbolada salpicada por acacias que atravesábamos por medio de una carretera recta, sin tráfico, soporífera. Estar en aquel territorio tan sereno transmitía paz tal vez porque nada se movía en aquel lugar. Thabo permanecía en silencio aunque después de media hora habló:
—Mira a tu izquierda –dijo mientras seguía conduciendo con la mirada fija en la carretera.
—¡Oh, Dios mío! ¡Esto no es real! –exclamé al ver un elefante que comía las ramas de un arbusto–. ¡Detente, detente! –le dije.
—No te preocupes. Hay más –dijo Thabo con toda tranquilidad como si fuera algo normal.
A dos kilómetros una madre caminaba por el borde la carretera con sus crías. Las protegía acariciándolas con su trompa cuando comían del árbol. Más adelante vi un cartel que señalizaba: “Precaución: elefantes y avestruces”. El camión frenó para ceder el paso a un paquidermo que cruzaba tranquilamente a sus anchas.
—¡La hostia puta! ¡Son gigantes! –dije yo emocionado–. ¡Elefantes en la misma carretera! ¡Si me lo dicen no me lo creo, si me pinchas, ¡no sangro!
—Esto es Botsuana –dijo Thabo—. Aquí está la mayor población de estos mamíferos en el mundo. Se estima que hay más de 100.000 elefantes solo en Botsuana. Sin embargo, aunque se prohibió la caza furtiva lo siguen haciendo, pues este país es un paraíso para la caza mayor aunque sea ilegal. Jeques, monarcas y empresarios millonarios vienen aquí, se hospedan en hoteles de mil dólares la noche, hablan de protocolos, toman decisiones y algunos hasta se llevan el marfil como trofeo o se van con los bolsos llenos de diamantes.
—¿Diamantes, has dicho?
—Sí, Botsuana es uno de los mayores productores mundiales de diamantes. El subsuelo es rico en minerales y lo controlan empresas extranjeras. Hay riqueza, buena economía y desarrollo, sólo que en las manos de unos pocos. La desigualdad es altísima. El gobierno nativo ávido de poder no reconoce los derechos a los pueblos nómadas bosquimanos del desierto Kalahari y sus tierras son explotadas por las compañías mineras –dijo Thabo. —¡Mira, mira otro elefante! Madre mía, no puede ser cierto, ¡hasta ahora he visto más elefantes que personas! Buscan los charcos, los pastos, el agua para beber. ¡Esto es asombroso! –le decía extasiado mientras pensaba en cuánto tardaría el hombre en romper ese equilibrio.
Al llegar a Nata una pequeña población en el distrito central vi en un cruce de caminos un cartel que señalaba el desvío para la ciudad de Maun hacia donde yo me dirigía. Allí termino mi viaje pues el camión seguía rumbo a Gaborone, la capital de Botsuana en la zona Suroriental. Le di las gracias a Thabo sin olvidar que posiblemente no nos encontraríamos nunca más ni volvería a ver más elefantes caminando a sus anchas por una carretera.
NATA
Todo estaba demasiado tranquilo cuando llegué cayendo la noche a Nata sin reserva como tantos otros días. Apenas había cuatro establecimientos y un cajero automático de donde saqué dinero. Una estación de gasolina y una pequeña plazuela con carteles que anunciaban el cruce de carretera. Entré en el único restaurante que vi abierto y me comí una hamburguesa. Todo estaba muy limpio ordenado con mesas y bancos de madera. Apenas se veía entrar y salir gente lo cual me hacía ver que estaba en un país sin mucha población. La idea era pasar la noche allí y salir al día siguiente a Maun. Al terminar de cenar salí en busca de alojamiento y caminando por la carretera encontré un hospedaje no muy lejos. Era una preciosa cabaña rústica con techo de paja donde descansé de la jornada. Al siguiente día cuando me levanté puse mi oído en la carretera para ver si escuchaba la pisada de algún elefante, como cuando era pequeño y fabricaba un teléfono con dos vasos de plástico y una cuerda. Dos horas después estaba de camino en una furgoneta con otras cinco personas varones que vestían con playeros, chanclas, camiseta y ropa de mercadillo. Hablaban el inglés como lengua oficial junto con la pula. En sí era un viaje relajado donde todos se comportaron receptivos conmigo. Igualmente me mantenía a la expectativa abriendo las cortinas azules que nos protegían del sol y mirando hacia el exterior las casas circulares con techo de paja. Observaba el terreno algo más árido y reseco, la hierba más punzante, con arenilla y piedras. Estaba de nuevo viajando solo encantado de recorrer kilómetros y kilómetros con ganas de ver elefantes y llegar a la ciudad de Maun.
MAUN
Conforme nos fuimos acercando comencé a ver indicios de población. En su mayoría las casas estaban construidas con bloques de cemento. Pequeñas de planta baja, cuadradas, rectangulares, redondas, de todas las formas con tejado de chapa y paja se veían desperdigadas, separadas entre sí unas de otras generalmente a la sombra de un árbol cercadas con un muro de hormigón alambre metálico o ramas. Era curioso porque pensaba que tarde o temprano aparecieran las grandes aglomeraciones de personas y de cemento pero no fue así. La ciudad sencillamente iba apareciendo pero prácticamente no modifica el entorno rural. Más que una ciudad parecía una aldea de las grandes urbes africanas solo que a diferencia de estas no había agobio de gente ni altos edificios. Los burros cruzaban a sus anchas en medio de una gasolinera. La vida era tranquila con amplios espacios abiertos de tierra áspera que conforman en sí las calles a cuyo margen aparcaban los coches y camionetas sobre la vía principal de asfalto. Por la carretera caminaban hombres vestidos con traje camisa blanca y corbata roja, y vendían cestería las mujeres que calzaban en zapatillas y vestían abultadas telas africanas.
DELTA DEL OKAVANGO
Nada más llegar a Maun cogí un taxi. Tenía la dirección de un campamento en la boca del delta del Okavango a unos pocos kilómetros de distancia. Por el trayecto a cada lado que miraba la gente caminaba tranquilamente por los arcenes y en la arena del prado pegados a la carretera. Se sucedían las casas y los árboles en medio del terreno duro emergiendo frondosos y verdes, uno tras otro. Nos desviamos por un camino de tierra que nos llevó a un bosque natural rodeado de charcas por donde cruzamos a través de un viejo y pequeño puente. Así llegué a la entrada del campamento. Bajo amplios techos de uralita se ubicaban grandes y pequeñas tiendas de safari. Yo cogí un dormitorio que también me parecía un lujo y agradecí haber llegado a un lugar como aquel en donde me salía a duchar afuera en un baño cercado de cañas y sin techo al aire libre mirando el cielo. La situación era privilegiada en el mismo delta. Junto al río las aves revoloteaban y era común ver cocodrilos asomándose a la orilla e hipopótamos. Me gustaba sentarme en un banco de madera a la sombra de un gran árbol a observar la naturaleza en movimiento ante mí y a medida que ahondaba en aquel entorno más crecía mi amor por África. Desaparecía el agua en medio de tapices verdes y entrar en aquel mundo acuático es presenciar la sinfonía de la vida escuchar los sonidos de la creación.
EN AVIONETA POR EL DELTA OKAVANGO
De todos modos decidí sobrevolar el delta del Okavango en avioneta. Me apunté a la lista y esperé que se llenara el cupo de siete pasajeros. A lo largo del día se cerró la cuota y a la mañana siguiente, ya en el aeródromo de la ciudad de Maun, dentro de la avioneta por encima del delta pude tener una vista general del territorio. El delta del Okavango era un laberinto de canales, lagunas, juncos y papiros, un terreno formado como piezas planas de un rompecabezas de colores verdes y marrones que se extendían por una inacabable llanura. Desde el aire podía apreciar su complejidad. La avioneta planeaba bajo y conforme nos acercabamos a tierra aparecían las manadas de elefantes y búfalos campando libres entre los árboles mientras los hipopótamos se escondían bajo el agua. A lo lejos la vida animal parecía multiplicarse bajo la fuerza del sol. Todo aquel abanico aluvial se dispersaba como las raíces de un árbol que moría al llegar al desierto del Kalahari. Mis ojos se mantenían abiertos y durante unos instantes cuando la avioneta planeó sobre el delta una onda circular se propagó en la superficie del agua, pues corría por los islotes un grupo de antílopes e impalas que eran perseguidos por hambrientas leonas. Estaba extenuado mirando desde la ventana hacia abajo y en silencio hasta el punto de convertirse en un reflejo de mis propios estímulos. La vida animal vista desde la avioneta estaba en constante movimiento y unas nubes suaves en el cielo empezaron a pintar de blanco el cielo azul reflejado sobre el agua. Nunca una extensión tan grande de unos veinte mil kilómetros cuadrados se hizo tan pequeña.