COTONOU
La principal ciudad de Benín puerto importante para el comercio África occidental. Poniendo pie de nuevo en tierra tomé un taxi hasta mi alojamiento que no se encontraba muy lejos del centro. En una zona tranquila de casas todas independientes con las calles paralelas y perpendiculares. Había una buena variedad de restaurantes y bares pegados a la carretera. Sin embargo, todos los caminos de tierra que conducían al hospedaje estaban inundados. Cada día al entrar y salir de allí el agua me subía por encima de los tobillos.
Para moverme lo hacía en moto taxi, pues era lo más práctico en una ciudad pequeña como Cotonou, se contaban por miles y estaban por todos los lados. Sentado en en el asiento trasero de la moto me sentía de nuevo inmerso en una ciudad caótica llena de ruidos y movimiento. Por un instante me vino la imagen de que estaba en el sudeste asiático sino fuera por el color negro de la piel de la gente y las telas de los estampados vivos de sus vestidos. Tenía que tener cuidado en no sacar mucho los pies hacia afuera para no ser arrollado por otro ciclomotor. La vista se me perdía entre un millar de chabolas en cuyo interior se encontraba rápidamente uno inmerso en el bullicio de un gran mercado. Por otros caminos me topaba con la vía ferroviaria en donde se apelotonaban los puestos callejeros de madera y mendigaban los niños cargando a hombro las mercancías más pesadas. Allí no vi pasar ningún tren, me pareció ver una vía de ferrocarril decadente que parecía en desuso.
GANVIÉ
En un moto-taxi, entre barrizales y lluvia visité Ganvié, una ciudad lacustre de pescadores que viven en palafitos de madera sobre el lago Nokoué a unos quince kilómetros de Cotonou. Tuve que pagar una piragua motorizada para adentrarme en el poblado ya que su acceso era imposible por una vía que no fuera acuática. A medida que me adentraba me cruzaba con los pescadores que lanzaban sus redes de manera circular mientras personas en sus canoas llenas de mercancías iban y venían de un lado a otro vendiendo sus productos; pescados, verduras y frutas. Vivían a su ritmo ocupados en sus quehaceres cotidianos que tenían para mí una gracia particular. Las mujeres llevaban grandes sombreros de paja en la cabeza y una vela en sus piraguas hecha con remiendos de telas para protegerse del sol y propulsar la embarcación con el viento. Todo ocurría en un laberinto de hojas, algas y empalizadas. Las viviendas construidas sobre pilotes de madera con techos de paja y chapa parecían flotar milagrosamente. Algunas estaban medio caídas inclinadas sobre el agua que inundaba su interior llenas de despojos y plantas, pero aun así permanecían de pie. Todo era colorido: los remos de las piraguas, los vestidos de las mujeres, los pañuelos en sus cabezas, la ropa colgada de cualquier rama o de cualquier baranda de la casa. No en vano sobre el cieno construían con las ramas de los manglares guaridas para los peces que llegaban a comer y protegerse para días después tirar las redes alrededor construyendo así una especie de piscifactoría. Llegaban y salían con las mercancías cargadas en bidones de plástico u otros utensilios que vendían en el mismo patio del palafito flotante o por la misma ventana de su hogar en donde colgaban sandalias, calderos, pescado ahumado y frito. Saltaban los niños al lago para bañarse y cuando la piragua surcaba por delante de ellos se reían a carcajada limpia, entre las yermas raíces de los jacintos de agua que crecían extendiéndose a lo largo de la superficie en los estanques plagados de mosquitos. En las orillas acumulaban toneladas de basura flotante sin agua potable, electricidad o sistema de saneamiento. Viendo la desnudez de aquel lugar necesitado la expectativa de lo que venía no podía ser mala.
QUIDAH
Partí al día siguiente hacia la ciudad costera de Quidah y lo hice en un viejo coche medio destartalado junto con otras cuatro personas. Aunque solo nos separaban unos cuarenta kilómetros de distancia tardamos tres horas en hacer aquel trayecto ya que la mitad de la carretera estaba en obras y la otra se desviaba entre poblados con lodazales muy difíciles de transitar. Llovía sin parar y resultaba casi imposible era atravesar aquellas calles cundidas de fango. Cantidad de coches y camiones se quedaban atrapados y podían verse sin ruedas, otros sin motor, algunos completamente desvalijados. Se habían quedado allí expuestos al hurto abandonados de por vida en el camino a Quidah. Conseguimos al final llegar a Quidah la ciudad conocida por ser antiguamente centro de tráfico de esclavos en África y la cuna del vudú. Una vez caminaba por el pueblo me encontré en su arteria central el templo de las pitones sagradas y veneradas para ellos como portadoras de prosperidad y buena suerte. A la entrada se encontraba un sacerdote sentado en una vieja silla custodiando el santuario. Enfrente estaba la basílica menor de la Inmaculada de Quidah cuya arquitectura resaltaba en medio de la pobreza. Y ahí estaba yo en medio de las insondables creencias africanas y la Iglesia símbolo en este caso imposición colonial. Sin embargo, allí me sentía más cerca del corazón del África. Acercándome a la magia de un continente tan reservado y oculto como rígido y de gran dureza. Atrapado en el tiempo caminaba por las calles funestas de tierra viendo a los niños apoyados frente a las puertas de sus casas de adobe. Aquellos rostros inocentes permanecían de pie inmóviles fijando su mirada en mí. Todos me observaban y sentía como si le debiera algo a cada uno. Entonces me invadió una agobiante sensación de vacío. No se trataba de espíritus, antepasados ni primitivos ritos. Pensé que si aquella gente no podía vivir dignamente era imposible que pudieran construir su propia historia llegando a ser ellos mismos
GRAND POPO
De ahí me dirigí en mototaxi a la playa en la región de Grand-Popo que se encontraba a unos pocos kilómetros por la misma ruta que emprendían los esclavos antes de ser subidos a los barcos. Al lado del camino iban apareciendo múltiples divinidades esculpidas con formas de animales o de hombres. Algunas de ellas rotas, sin cabezas ni brazos. Al final de aquel trayecto sobre la arena una puerta descolorida e inmutable representa el tránsito sin retorno de los esclavos que fueron embarcados en navíos negreros hacia América. Pensaba en lo cruel que debe ser negar a una persona su condición humana. En aquel punto apesadumbrado, lánguido, miraba el simbólico monumento sintiendo rabia e impotencia, pues fue allí mismo entre los siglos XVI y XIX que se estableció el comercio trasatlántico de esclavos. Entonces vi clara la relación entre América y África. dos continentes separados geográficamente pero unidos culturalmente. Tan lejos y tan cerca uno del otro. Fueron los esclavos africanos los que llevaron a América su manera de entender el mundo dándole nueva vida al mezclarse con otras tradiciones o al conservar lo propio adaptándolo a un nuevo contexto. Estando en aquel punto neurálgico de angustia y tormento podía entender que en parte también debido a la diáspora una parte de África fructificó en América y luego el mundo entero. Es innegable el dolor, pero más allá de todo están los frutos que son innumerables dando lugar así con su mestizaje a nuevas culturas. Lo hicieron proporcionando sus alimentos y plantas, con la música y el baile, con toda su energía y resistencia. Era inevitable pensar en el sufrimiento de los esclavos y sentir que incluso muchos de ellos ni siquiera llegaron a tierra firme pues murieron en los navíos o fueron arrojados al mar. El mar me hablaba de todo ese dolor a través de su belleza y aunque sentía las dimensiones de la pena me dejaba invadir por la pausada y tranquila constancia de las olas. De repente vi unas niñas que jugaban en la playa atentas al vaivén del agua distraídas y alegres por cada mínima cosa que veían, sonrientes, con sus trenzas y moños en los cabellos, sus vestidos coloridos. Era un espectáculo maravilloso a través del cual comprendía que no hay nada más puro en la vida que la inocencia de unos niños, que se impone invencible incluso ante la desgracia. De Grand-Popo regresé a Quidah y de allí partí hacia Abomey.
ABOMEY
Fueron dos horas de viaje sin contratiempos por un terreno relativamente plano de lomas verdes y un solo día de estancia en la capital del antiguo reino de Dahomey. Estando allí visité el complejo palaciego construido por el pueblo Fon a mitad siglo XVII. Era un recinto amurallado de arcilla de tierra rojiza con varios edificios de un solo piso y tejado de chapa donde se podía apreciar en sus paredes pinturas decorativas. Destacaba a mis ojos una sala donde se encontraban los tronos de los doce reyes de cada uno de los reinados que se sucedieron hasta el año 1900. Se convirtió Dahomey en un rico imperio debido al tráfico de esclavos financiado con la venta de prisioneros de otros pueblos enemigos a los comerciantes europeos permitiendo así el libre comercio a través de la costa. Aquellos bajorrelieves daban testimonio de aquella época. En sus paredes y columnas se podía ver simbología vudú y representaciones de animales de la naturaleza como el Búfalo que simboliza el rey Ghezo, Glelé el león, Béhanzin el tiburón. Así como los diferentes reinados de la dinastía. Por todos aquellas inscripciones que hablaban del mundo de los muertos y los vivos era importante que yo guardara respeto a la vida espiritual que me rodeaba.
Rumbo hacia el norte compartimos el asiento delantero de un Nissan cuatro personas. El chofer conducía arrinconado en la esquina de su asiento y apenas podía manejar haciendo malabares con los pedales y para llegar a la palanca de cambio. Atrás iban otros cuatro adultos con cuatro niños alzados y dos bebés que los metieron por la ventana. Éramos en total catorce personas en aquel coche durante cinco horas que duró el trayecto hasta Djougou un pueblo en donde cambié de transporte para poder llegar a la ciudad de Natitingou mi punto de referencia para atravesar la región de los Somba como se llama a los habitantes que viven a ambos lados de la frontera entre Benin y Togo en los alrededores de la cadena montañosa de Atakora. Así con mi sacrificio llegué a Natitingou una ciudad ubicada en un semi-valle al noroeste del país.
NATITINGOU
Yo comencé a caminar por entre las calles y enseguida entré el tumulto de la gente me encontré con el ajetreo del mercado. Muchas mujeres llevaban velos en la cabeza que les cubrían hasta mitad del cuerpo, otras en cambio un pañuelo atado, pero todas las telas eran vivas y coloridas. Cristianos y musulmanes vendían sus productos juntos. A medida que avanzaba más hacia el norte los matices eran más íntimos, bastaba fijarse en la vestimenta. El norte de Benin pasaba a ser más multicultural y el clima era más seco. No tenía que buscar lugares significativos porque no había. Todo estaba ahí mismo rebosante de vida enfrente de mis narices. Ellas sonreían cuando les compraba frutos secos que llevaban en una bandeja sobre sus cabezas. Yo avanzaba entre una multitud de puestos cubiertos de techos de latón donde se vendían de todo. Asaban mazorcas de maíz, buñuelos de arroz y patata, salía el humo de las sartenes llenas de aceite reutilizada.
INFORMACIÓN EN EL HOTEL DE NATITINGOU
Saliendo de nuevo a la vía principal en busca de alojamiento paré un mototaxi. Al momento nos salimos de la vía haciendo un giro a la izquierda y atravesé un camino arbolado para llegar a lo que resultó ser el mejor hospedaje de la ciudad. Al menos eso parecía indicarme el motorista cuando me decía que disfrutaría de un amplio jardín con piscina, pero viendo al llegar que no había electricidad, el mohín en las paredes y su agua turbia no le dí más importancia. Lo primero que hice al llegar fue ducharme y después fui a recepción para pedir información de cómo podía alcanzar la frontera de Togo para seguir mi viaje en dirección hacia Burkina Faso y Níger. El caso fue que para llegar hasta allí no había transporte aunque uno de los empleados del hotel me dio el teléfono de un amigo que podía llevarme en moto. Sin darle muchas vueltas me pareció buena idea y me lancé a la aventura con un jovencito con el cual nada podía comunicarle debido a que él no hablaba mi lengua ni yo la suya. Finalmente llegó la hora de dormir.
REGIÓN SOMBA
Fue al día siguiente que dejamos atrás el hotel con los primeros rayos de sol y comenzaron de repente a extenderse ante mis ojos las llanuras con sus campos de cultivo de maíz y mijo. El sol pegaba sobre mi cabeza y sólo era posible refugiarse bajo la sombra de los baobabs que se encontraban cada cierta distancia en el camino.
En aquel momento, intentado atravesar la región montañosa de Atacora tenía claro que aunque se trataba de un lugar remoto y de difícil acceso, estando acostumbrado adentrarme en territorios inhóspitos días e incluso semanas en el límite de mis fuerzas, no serían unas horas de aventura tan temerarias como para echarme atrás en una región tan tranquila donde no escuchaba ni se veía un alma a dos pasos. Sin embargo, después de varios kilómetros todo se hizo más pesado. Estaba realmente adolorido de manera que hicimos una parada. El chico aparcó la moto y al bajarnos me mandó seguirle. Yo no sabía adónde iba, pero seguía sus pasos atravesando un campo donde las mujeres molían mijo en un gran mortero con un tronco de árbol. Ellas seguían en sus quehaceres descalzas con sus faldas de color, camisa de tirantes y pañuelo atado en la cabeza. Nosotros desparecíamos por entre los campos con el sol a nuestras espaldas. Nos acercamos a una de las casas en forma de torres donde vivían llamadas tatas. La vivienda estaba construida como una redondas construidas de adobe y estiércol unidas por muros de unos cinco metros de altura. Enfrente de la pequeña puerta de entrada había montículos de barro que eran altares en memoria de sus ancestros y también fetiches incrustados en los muros como cráneos de monos, cabezas de animales y aves. Al llegar una familia compuesta por una señora su marido y dos niños que correteaban por el campo nos invitaron a pasar. Lo hicimos por una pequeña puerta agachando la cabeza. Ya adentro en la planta baja me encontré con un santuario a los antepasados en donde colgaban cantidad de amuletos. Eran lugares oscuros en donde guardaban ganado, cabras, corderos, gallinas, realizaban las labores de cocina y se debatían en un lado los asuntos de los hombres y en otro los de las mujeres. Sin apenas claridad adentro de la casa un destello de luz entró por un hueco que accedía al piso superior y aparecieron de pronto cinco o seis niños más que se quedaron inmóviles y mudos. Me miraban con devota expresión como si mi presencia les trasmitiera un inusitado halo de reverencia y misterio. Por un tronco de madera que hacía de escalera accedí al segundo nivel en la azotea donde sobresalía torretas que hacían de habitaciones y graneros. Allí en la terraza almacenaban sorgo, mijo, maíz. Mientras tanto los niños no se despagaban de mi lado. Creo que lo hacían porque nunca habían visto un hombre occidental. Llevaban el pelo rapado y escarificaciones faciales para espantar a los malos espíritus. La casa en sí estaba dividida por estancias que representan el inframundo y el cielo, la oscuridad y la luz. Un recinto familiar donde los espíritus interactúan con el mundo de los vivos. Tras cruzar aquella franja territorial entre caminos de tierra y polvo que me dejaron la boca seca llegamos a la ciudad de Kanté en la región Kara de Togo. Habiendo recorrido las aldeas entre los valles de Togo y Benín mis expectativas ya estaban cumplidas. Solo quería llegar a la ciudad de Dapaong para descansar del duro trayecto recorrido hasta que finalmente una glorieta orientando el tráfico y farolas solares indicaban que habíamos llegado.
DAPAONG
Era inquietante ver cómo solo unas horas atrás estaba atravesando una región aislada y de repente me encontraba con un ambiente agitado y vivo. Dapaong resultó ser una ciudad pequeña gira en torno al comercio debido a su cercanía con Burkina Faso. Yo miraba a un lado y a otro sin dejar de sorprenderme por un grupo de niños que caminaban al costado de la vía con cuadernos en la mano. Parecían dirigirse hacia una escuela un autentico privilegio en África en donde muchos niños ni siquiera pueden acudir al colegio. El sábado bajé al mercado que estaba en el centro mismo del pueblo. Había multitud de puestos bien definidos bajo un espacio sólido de techo metálico en cuyo interior vendían carne, pescado ahumado, frutas y verduras. Afuera en la calle la venta de mercancía y alimentos no cesaba. Todo se comerciaba, gallinas, ovejas, mijo, maíz, arroz, vasijas de barro o arcilla, cerámica, cestería. La gente se apelotonaba entre los puestos al caer la tarde para amenizar la jornada. Grupos de mujeres y hombres por igual se sentaban en corro a beber cerveza casera fermentada de mijo de un barreño con cuencos de calabaza seca. Las mujeres lucían simpáticas bebiendo con las cejas depiladas pintadas con una larga raya de lápiz negro, adornos corporales, escarificaciones, pelucas, coloridos trajes y collares de piedras. Todos de diferentes etnias en un mismo lugar.