Una vez recogimos las tiendas nos fuimos a visitar la ciudad. El simple hecho de observar la dinámica de un lugar lleno de personas y coches me mantenía despierto en relación con la monotonía del viaje por el desierto. Pasamos unos días en Cairns y por primera vez nos separamos. En esta ciudad vimos cantidad de tiendas de souvenirs y agencias de viajes que promocionaban paraísos de ensueño a lo largo de todo el estado de Queensland. Yo pensaba que seguramente Frederick pararía en alguno de aquellos lugares pero no le pregunté aunque se me iba los ojos mirando las fotos de la gran Barrera de Coral y una playa llamada Whitehaven beach. Todo ese cronograma que Frederick hacia con dedicación y preparaba con cautela contrastaba con mi pasada forma de viajar en solitario más en libertad a la deriva y aunque era muy cómodo para mí siendo una forma de ahorrar gastos ya rondaba por mi cabeza la necesidad de seguir solo. Él estudiaba la ruta en las bibliotecas públicas y nosotros aprovechamos el tiempo libre así que fuimos a una inmensa laguna localizada en el centro de la ciudad al lado mismo de la playa que tenía a su alrededor verdes parques, barbacoas, áreas de descanso, y piscinas de agua salada. Pasamos el día relajados en las piscinas públicas donde también hicimos servicio de las duchas y después nos fuimos todos hacer las compras necesarias en el supermercado. Cayendo la noche buscamos un lugar par dormir.
De repente empezó a llover fuertemente así que decidimos instalar las tiendas debajo de un puente de la autopista. Frederick aparco el coche de la mejor manera posible para así proteger nuestras tiendas y sacó las sillas y la mesa para cenar. Un aborigen que husmeaba por debajo del puente se acercó a nosotros sin mediar palabra mientras lo observábamos todos con el plato de sopa en la mano. Entonces en medio de la noche nos entregó desinteresadamente el don del fuego cuando preparó una hoguera sin decir nada y se fue inmediatamente después como si fuera un ángel mensajero. No llevaba nada en la mano y no sé cómo pudo encender una fogata por fricción pero el caso es que sin poder acercarme a él comprendí que la llama del fuego nos unió a todos en una misma esencia. Aquel hombre me había enseñado con un gesto simple la milenaria profundidad de su tradición y con ello había purificado mis prejuicios. Entendí que los aborígenes estuvieran donde estuvieran vivían más cerca de la verdad que nosotros ya fuera la montaña el desierto la selva el campo o la ciudad. Aprendí a verlos de nuevo sin idealizarlos pero sin dejar de admirarlos por su honda verdad humana. La primera vez que los vi harapientos en la ciudad de Darwin donde viven destinados a ser marginados mi cabeza era un sinfín de preguntas sin respuestas porque yo no podía creer que una cultura ancestral viviera en esas condiciones pero tras el encuentro con ese aborigen comprendí que no importa el lugar no las condiciones sino la esencia y él nos había dado en un acto generoso de pureza la esencia primordial de su cultura y de la humanidad» La unión en torno al fuego común».
La mayoría de las playas que encontrábamos por el camino eran solitarias y el cansancio del viaje se desvanecía cuando me encontraba caminando por la orilla una que otra tortuga gigante que incitaba a sumergirse en sus aguas pero no pudimos hacerlo porque vimos carteles que lo prohibían en temporada de medusas con señales de peligro de cocodrilos. Todo en Australia es letal pero de todas formas estar allí y sentir la brisa del mar era suficiente.
Frederick se empeñó en coger unos cocos asegurándose con unas cuerdas que amarró a su cintura y tras sujetarse a la palmera empezó a trepar por el tronco mientras Nick abajo los iba recogiendo y guardando en el maletero. Nick nos preparó un coctel de frutas con piña banana y coco como recompensa al esfuerzo de Frederick y fue en aquel momento de gozo compartido que nos sentimos más cerca unos de los otros una nueva actitud ante un nuevo camino más bello y menos pesado acostumbrandonos aquellas playas tan exóticas e inapropiadas para el baño. Por la carretera del océano el sol matutino resultaba más fresco pudiendo así estacionar en cualquier área y bajarnos a tomar un refrigerante.
Llegando a un pueblo llamado Ingham entre Cairns y Townsville Mona cogió el mapa que estaba guardado en la guantera y lo extendió sobre sus manos para indicar a Frederick el camino hacia un área protegida donde había campos verdes, plantaciones de caña de azúcar, grandes tractores que trasladaban la carga y una cruz en diagonal señalando las intersecciones de caminos donde sucesiones interminables de vagones pasaban empujados por una locomotora a través de los extensos campos. Estábamos inmersos en un laberinto de cañas que tapaban todo nuestro campo de visibilidad circulando sin rumbo por un sendero intransitable donde el precavido Frederick dio la vuelta y encontró una señal de entrada al parque nacional que buscaba. De repente el paisaje se hizo montañoso y en unos minutos ascendimos lo suficiente como para divisar todo el panorama donde a lo lejos una cascada de agua caía abruptamente sobre un acantilado desde casi quinientos metros de altura. Maravillaba contemplar aquel salto que todo lo inundaba por encima del bosque húmedo en contraste con la aridez del desierto. En aquel momento cerré los ojos en un breve lapso de tiempo e intenté guardar la imagen.