Nick siempre llevaba su termo de café que preparaba por la mañana y cargaba consigo durante todo el día y al igual que Frederick tenía la facultad de hacer varias cosas a la vez, bebía café escuchaba música clásica en su IPad y leía un libro. La única distracción que cambiaba la monotonía en la carretera provenía de unos enormes montículos de tierra rojiza que veíamos a través de la ventanilla y fue Frederick quien detuvo el coche para observarlos en medio de aquella llanura desértica cosa que aprovechamos para estirar un poco los pies y desentumecer los músculos. Eran termiteras gigantes que contrastaba con la tierra seca cubierta de un género de plantas herbáceas originarias de Australia llamada spinifex. Era una gran extensión casi interminable de tierra sin visibles desniveles y prácticamente sin vida.
Cuando nos acercamos a Commonweal una localidad al noroeste de Mount ya anochecía tras haber dejado atrás una dura y monótona jornada de seiscientos kilómetros en la que atravesamos pueblos que apenas teñían trescientos o cuatrocientos habitantes. Nick seguía enganchado a su novela y cuando oscurecía seguía leyendo con una linterna led de cabeza y para dormir lo hacia con una mascarilla junto a su inseparable termo de café.
El Outback era para mí un lugar tedioso y cansino y mirando hacia el interior de aquellas llanuras recordé a Manuel y Alberto los italianos quienes tal vez ya estarían trabajando en alguna estación ganadera o granja de ovejas viviendo la vida del outback y sus extremas condiciones. Dentro del coche había mucho tiempo para pensar por lo que rondaban muchas cuestiones en mi cabeza llegando a pensar que el infierno de unos podría ser el paraíso de otros y que esa tierra que me resultaba ajena y hostil era la misma por la que sienten amor los aborígenes aquellos hombres que había visto en Darwin bebiendo y mendigando y que aún anhelaba encontrar lejos de la vida moderna.
Encontramos un descampado donde aparcamos para cenar antes de irnos a dormir. Fue un momento de reposo donde pude olvidar la cotidiana aridez del desierto y su soledad ya que de alguna manera la noche me unía con esa tierra dura y difícil para la vida y lo que me había cansado en el día era entonces causa de consuelo en la noche. El sol iba perdiendo su fuerza y daba paso a la noche donde Infinitas estrellas poblaban la oscuridad.
La vía del tren circulaba paralela a nosotros y nos encontramos con camiones que transportaban minerales y a lo lejos se divisaba una chimenea de las fábricas de producción de plomo donde salía humo contaminando cubriendo de gris el cielo azul del outback. A pesar de eso todo parecía quieto sin vida hasta que vi algo de movimiento, gente caminando por las calles, moteles de carretera y supermercados. Habíamos llegado a Mount Isa un pequeño pueblo minero con veinte mil habitantes fue la ciudad más grande que había visto desde mi salida de Darwin. Frederick localizó brevemente el puesto de información y luego de hacer unas averiguaciones seguimos de largo. Me acostumbré a identificar los anuncios de propaganda con la cercanía de las poblaciones que eran como señales de vida diseminadas. En Conclurry la publicidad de un cartel garantiza haber tenido la temperatura más alta de Australia 53° aunque pensar en ese calor no era tan asombroso como darse cuenta del verdadero aislamiento que vivían aquellas poblaciones donde los médicos llegaban en avioneta.
Tras dejar pequeños poblados en el camino llegamos a Hughenden una localidad en la comarca de Flinders (Queensland). Allí giramos hacia la izquierda por una ruta secundaria donde la carretera asfaltada se terminó. Comenzaba una carretera de tierra rojiza en un extenso y difícil territorio donde era difícil no pensar con cierto temor en la inmensidad de Australia y en el riesgo de quedar atrapados en medio del desierto bajo el sol abrasador. Ver a Frederick conduciendo me daba ánimo y la paciencia que tenía me sorprendía pues las jornadas eran largas y pesadas.